Sé que descubro la sopa de ajo, pero en ocasiones conviene recordar lo obvio. En política, en su sentido amplio, marcar la agenda del debate público es tan importante como en baloncesto ganarle la posición al adversario. Aunque algunos pretendan camuflarlo, detrás de las políticas concretas subyacen diferentes concepciones ideológicas. Especialmente en momentos como este en el que las sucesivas crisis han hecho añicos el contrato social y urge su reconstrucción.

La crisis financiera del 2011, marcada a nivel global por un conflicto de intereses entre acreedores y deudores, se dilucidó en España con una depreciación estructural de salarios y la reducción de prestaciones sociales y derechos. La respuesta a la crisis de la pandemia ha sido mucho más cooperativa a nivel europeo. También en España, donde las políticas del gobierno de coalición, con un papel destacado de la concertación social, han impulsado una rápida reactivación económica, la mejora del empleo e importantes avances en derechos sociales.

El origen y naturaleza de la crisis desatada por la guerra de Ucrania la hacen de muy compleja gestión. Baste ver el desconcierto en el que están sumidos países fuertes como Alemania. Con el caso extremo del Reino Unido, cuyo gobierno ha batido todos los récords de incompetencia en el tiempo más breve.

Por ello deviene clave la disputa sobre el terreno de juego en el que se va a dilucidar la salida de la crisis. Lo hemos comprobado estas últimas semanas. Los primeros movimientos los dio el Partido Popular, fijando el marco del debate en un clásico, la bajada de impuestos. Se trata de un dogma de fe, tan manido como falso, según el cual bajar impuestos al capital y la riqueza permite aumentar la recaudación y beneficiar a todos.

El PP, con ese movimiento, se impuso claramente en el primer tiempo del partido. Fue muy evidente cuando algunas comunidades autónomas gobernadas por el PSOE se pusieron a competir en ese terreno. Obviando que situarse en el marco ideológico del adversario es derrota segura. Increíble tener que recordarlo a dirigentes políticos que llevan muchos quinquenios a sus espaldas.

La reacción del gobierno de coalición con sus propuestas fiscales ha sido rápida y se ha plasmado en el proyecto de Presupuestos. El mensaje es nítido, se trata de gravar fiscalmente la riqueza y los beneficios extraordinarios para financiar políticas que protejan a quien más lo necesita. Una orientación, por cierto, compartida por los organismos internacionales más ortodoxos.

La comodidad que expresa Pedro Sánchez con este movimiento táctico contrasta con el aplazamiento sine die de una reforma fiscal estructural. Es cierto que se trata de una tarea de gran complejidad, pero resulta vital si se quieren abordar políticas de transformación social en un país con un sistema tributario insuficiente, inequitativo e ineficiente.

Todo apunta a que la reacción del gobierno de coalición ha dejado descolocadas a las derechas. Una incomodidad verbalizada por Feijóo al afirmar que esto no va de ricos y pobres. A nadie debieran extrañarle sus palabras, estamos ante el conocido negacionismo de clase. El que, desde hace décadas, niega la existencia de clases sociales y defiende que todos somos clase media. El mismo que considera que los conflictos sociales son una antigualla de la historia y ahora lo que se lleva son los conflictos entre generaciones. El que pretende vender como liberalismo lo que es un claro ultra intervencionismo de clase. 

Aunque este negacionismo ha colonizado ideológicamente amplios sectores de la sociedad, la creciente desigualdad social, el aumento de la pobreza extrema y una gran concentración de la riqueza dificultan ahora su mensaje. Quizás por ello ha sido sustituido por otro más sofisticado que aprovecha la atracción que a los humanos nos genera el agravio comparativo. No hay clases sociales, porque lo que hay, nos dicen, son trabajadores y pensionistas privilegiados y otros que son sus víctimas.

Tampoco eso es nuevo. Hace años que se usa para explicar la precariedad laboral. En vez de fijar la responsabilidad en un modelo económico basado en el ‘dumping’ laboral, a nivel global, se nos dice que la precariedad de “outsiders” está provocada por el “exceso” de derechos de los “insiders”.

El mensaje es tan nítido como perverso. Tener derechos es un privilegio y quienes disponen de ellos deben sentirse culpables de la precariedad de sus compañeros. De nuevo aparece la culpa, ese gran instrumento de dominación ideológica y control social.

El punto culmen de este discurso se presenta en forma de conflicto intergeneracional. A su favor cuenta con un dato cierto, muchos jóvenes no solo sufren precariedad laboral y social sino también una caída de sus expectativas, si se comparan con sus “privilegiados” padres.

Este mensaje cuenta con la fuerza de arrastre del agravio comparativo, que se ha convertido en nuestras desestructuradas sociedades en el verdadero motor de la historia. En ese marco mental, los jóvenes son “eunucos sociales”, sin diferencias de clase entre ellos. Además, sus derechos y los de los no nacidos desaparecen cuando se trata de abordar la insostenibilidad ambiental del modelo socioeconómico.

La pugna por el relato se ha recrudecido con los PGE del 2023. Las derechas políticas y mediáticas parecen sentirse incómodas en el debate de las políticas concretas. Por eso descalifican los presupuestos no por su orientación y contenidos, sino por las fuerzas que se presume que los pueden aprobar. Una especie de “falacia ad votum”.

Los Presupuestos van, según los voceros de las derechas, de primar a unos privilegiados, léase pensionistas y empleados públicos, frente a sus víctimas, los jóvenes y las llamadas clases medias.

Esta técnica también es muy antigua, ya se utilizaba en la vieja Grecia. Ante las calamidades, la comunidad buscaba un “pharmakon”, o sea un chivo expiatorio, al que colgarle las culpas y ofrecerlo en sacrificio para conseguir el perdón de los dioses.

Para quienes defienden estas posiciones, los pensionistas son unos privilegiados y tienen cautivo —el lenguaje les traiciona— al Gobierno. El privilegio consiste en tener reconocido por ley el derecho a que su pensión inicial se revalorice anualmente en función del IPC.

Los más sofisticados matizan de que la revalorización de las pensiones en función del IPC debe aplicarse, pero no a las pensiones altas, sin concretar cuáles son estas. Quienes así argumentan olvidan que nuestro sistema de seguridad social es contributivo, se percibe la pensión en función de lo cotizado y para llegar a la pensión máxima hay que haber cotizado muchos años y con una media de cotizaciones muy elevada. También que nuestro sistema contiene importantes dosis de solidaridad interna. En 2022, mientras la base máxima de cotización es de 4.139,40 euros, la pensión máxima está fijada en solo 2.819 euros. Olvidan que con una inflación en 2021 del 6,5% la subida del 2022 ha sido del 3,1%.

Quienes denuncian la revalorización según el IPC de las pensiones más altas, no aportan ninguna propuesta alternativa. ¿Dónde está la frontera entre pensiones altas y las que no lo son? El 66% de las pensiones son inferiores a 1.000 euros y solo el 10% supera los 2.000 euros. ¿A partir de qué cuantía no se aplica la cláusula general de revalorización?

¿Qué subida debe aplicarse a los excluidos de la revalorización según el IPC? ¿El nuevo indicador es igual para todos o iría por tramos? ¿Cuáles serían estos tramos ¿Con qué criterios objetivos se decide esta nueva fórmula? En el marco de un Pacto de Rentas todo podría ser objeto de debate y transacción, no debe haber dogmas inamovibles. Pero desgraciadamente no es este el caso porque el objetivo no es reconstruir el contrato social, sino imponer un marco ideológico en el que los derechos sean considerados privilegios.

La traca final pasa por presentar a los empleados públicos como privilegiados porque se ha alcanzado un acuerdo con los sindicatos para una subida salarial del 9,5% en tres años, con un IPC previsto solo para el 2022 del 8,7%.

La cosa supera las dosis de cinismo soportables cuando algunos de los que se refieren a pensionistas y funcionarios como unos privilegiados son los mismos que bloquean la negociación colectiva en los sectores privados o defienden la práctica desaparición de los impuestos de patrimonio o de sucesiones o donaciones.

Este negacionismo de clase describe bien a esa élite integrada por personas que concentran un alto nivel de riqueza, procedente del capital y de elevados salarios que, además, se fijan ellos mismos sin ningún tipo de control social ni societario.

A eso, Branco Milanovic le llama ‘Homoploutia’. Yo les sugiero una descripción menos culta. Son los que en el frontispicio de su templo tiene grabada su concepción de la sociedad. “Repartíos entre vosotros el empleo, los salarios, las pensiones y los derechos, que los beneficios del capital no se tocan y de gravar la riqueza ni se os ocurra”

https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/negacionistas-clase_129_9602852.html

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