Hay jornadas tan preñadas de acontecimientos que cuesta digerirlos y calibrar su importancia y repercusión futura. Eso es lo que ha sucedido este 8 de agosto, en el que el debate de investidura compartía protagonismo con la anunciada vuelta a Catalunya de Carles Puigdemont.
Los hechos evolucionaron de manera distinta a lo que desde Junts, con sus filtraciones interesadas, nos habían hecho creer. A estas alturas ya es evidente que el objetivo del expresidente no era ejercer sus derechos políticos y cumplir con su promesa de estar presente en el debate de investidura, aunque eso comportara, como dijo, el riesgo de ser detenido. Al final, la cosa más bien ha sido un nuevo capítulo de la séptima temporada de la serie del procés: “Astucia y ficción”.
Quizás lo más destacado de la jornada haya sido comprobar que existen dos maneras muy distintas de entender la política. Mientras asistimos a un debate de investidura de estilo románico, en paralelo se producía el enésimo espectáculo de una épica, cargada de ficción y astucia, que a fuerza de repetirse ha adquirido tintes churriguerescos.
No está de más recordar que la excepcionalidad del momento viene provocada por una anomalía democrática de origen, la negativa del Supremo a aplicar la Ley de amnistía, usando el subterfugio de su supuesta inconstitucionalidad. Sin esta anomalía democrática, el día no hubiera estado cargado de tanta anormalidad y tensión.
Se habla mucho de las motivaciones políticas de los magistrados del Supremo, pero se ignoran las que encuentran cobijo en la psicología del poder. En otoño del 2017 los magistrados del alto tribunal se impusieron la misión de “salvar al estado”. Desde entonces sus actuaciones han estado marcadas por esta mística. La acusación de rebelión para así aplicar la prisión provisional sin límite temporal obedeció a esta lógica. Aunque luego se desdijeran en la sentencia, incluso ninguneando en sus razonamientos a los dirigentes independentistas. Para acabar, años después, calificando esos mismos actos como golpe de estado con el único fin de evitar la aplicación de la amnistía.
No debe ser plato de buen gusto para quienes están acostumbrados a emitir la última palabra sobre la vida de sus conciudadanos -incluso negando las funciones propias del Constitucional- sentirse desautorizados. Las diferentes derrotas jurídicas del Supremo ante los tribunales europeos han generado en ellos un sentimiento de ninguneo. La aprobación de la amnistía ha sido un sapo demasiado grande de tragar para tanta soberbia de poder y orgullo herido. La evolución de los hechos este 8 de agosto puede agravar esta percepción y tener consecuencias en el plano jurídico.
Puigdemont ha hecho lo que lleva haciendo desde su elección como President: usar y abusar de la ficción y la astucia para mantener un relato que no se sostiene por ninguna parte. Esta vez ha intentado convertir en aparente éxito lo que ha sido el fracaso colectivo de la DUI y del “ho tornarem a fer”. Pretende también tapar su fracaso personal, después de perder todas las elecciones a las que se ha presentado y no poder acceder de nuevo a la presidencia de la Generalitat. Quizás para que la ciudadanía olvidemos que prometió marcharse si no era elegido President.
En este contexto, Puigdemont y Junts han optado por convertir lo que debía ser un acto de rebeldía democrática en un espectáculo para autoconsumo de los suyos. Una vez más, el expresidente ha puesto sus intereses por delante de los de Catalunya, que dice defender. Sin importarle el desprestigio que ha supuesto para las instituciones catalanas. Especialmente la erosión que ha producido en el cuerpo de Mossos d’Esquadra, que ahora ve cómo sus responsables deben elegir entre reconocer su ingenuidad o su incompetencia.
En medio de la euforia por haber “burlado” de nuevo a la justicia y a la policía, en Junts parecen no ser conscientes de las consecuencias de sus actos. Puigdemont es para unos un héroe de película, para otros un meme de cómic al que atizar, pero son cada vez menos los que lo consideran un dirigente político del que fiarse.
Los verdaderos objetivos de esta enésima performance han quedado claros. Se trata de cerrar la etapa en la que el independentismo ha marcado la agenda de Catalunya y España con una gran cortina de humo, provocada por la gesticulación, la astucia y la ficción a la que se han hecho adictos. Y sobre todo, ajustar cuentas con ERC, continuando así su brutal y descarnada pugna insomne. La carta del expresident, de hace unos días, y las intervenciones del portavoz de Junts, Albert Batet, no dejan margen a la duda.
Este 8 de agosto Junts y ERC han dado por enterrada la unidad política del independentismo, que nunca fue sincera ni sólida. Pero lo han hecho con dos estilos diferentes. Los republicanos canalizan esta nueva realidad hacia un acuerdo que rompe la lógica de bloques y permite evitar unas nuevas elecciones, que es su verdadero objetivo. En cambio, los neoconvergentes lo han convertido en otra oportunidad para descalificar y erosionar a los republicanos. Aunque no está nada claro que lo hayan conseguido, más bien puede haberles cohesionado. En el debate de investidura, Junts ha sido mucho más crítica con los republicanos que con los socialistas y por supuesto mucho más que con la derecha española.
La evolución rocambolesca del día, por ser prudentes en el adjetivo, ha llevado a la inmensa mayoría de medios de comunicación a dar más protagonismo a la desaparición y búsqueda de Puigdemont que a la investidura de Illa. Pero no nos dejemos llevar por el humo, lo primero no será fácil de olvidar, sobre todo si acaba teniendo repercusiones penales, pero lo que tiene incidencia política es el inicio de una nueva etapa, muy compleja pero mucho más abierta y esperanzada. Creo que ha valido la pena arriesgar incomprensiones para abrir esta oportunidad.
Hay un factor que no debería pasar desapercibido y que a mi entender ejemplifica bien este cambio de etapa en la política catalana. La llegada de Puigdemont y su posterior desaparición ha estado guiada por una épica recargada y churrigueresca que ya no enlaza con millones de personas, sino con unos escasos miles de manifestantes.
En cambio, las intervenciones del candidato Illa y de los portavoces, Jové, Albiach y Pedret, han estado presididas por un estilo austero, bien podríamos decir que románico. Esto, por sí solo, no garantiza nada, pero es una condición imprescindible para abordar retos muy complejos, no solo el del modelo de financiación, también los que afectan a problemas sociales de primera magnitud, como el de la vivienda.
El debate también ha dejado algunas pistas sobre el futuro de la política española. Muchas voces dan por hecho que este desenlace aboca a Junts a echarse al monte y desestabilizar la legislatura. Yo no lo daría por hecho. Tanto la intervención de Puigdemont ante los suyos, como las que ha hecho el portavoz de Junts no iban en este sentido que pudiéramos calificar de vengativo.
Los neoconvergentes tienen ahora ante sí una decisión trascendente respecto a su futuro. Debe elegir entre sus dos almas, la que le llama a encerrarse y quedar aislado en su épica estéril y la que le conduce a reconectar con la genética pactista de convergencia.
Aunque pueda parecer lo contrario, la actuación de Puigdemont, con la catarsis que ha provocado entre los suyos, puede ser también la manera de cerrar una etapa y abrir otra que devuelva a Junts a la lógica de ser influyentes en la política española. Los PGE del 2025 van a despejar esta incógnita.
Por supuesto todo está pendiente de como evolucione el affaire de la desaparición de Puigdemont. De momento le ha ofrecido al instructor Pablo Llarena la oportunidad de contraatacar para así mantener viva la pugna, que es jurídica, pero no solo.
Sea cual sea el final de este nuevo capítulo de la serie del procés, lo más determinante de la jornada, aquello que tiene efectos en la ciudadanía de Catalunya, es la elección como president de Salvador Illa a partir de los acuerdos de investidura del PSC con ERC y los Comuns.