“España se rompe”, es el clamor impostado que resuena en nuestro país desde hace décadas. Cada vez con más frecuencia y desmesura.
La realidad no avala el griterío. La única España que está en quiebra es la que habita en las mentes de unas derechas nostálgicas del pasado. Un país que no ha sido nunca el real, ni tan siquiera cuando se ha impuesto a la ciudadanía por la vía de las armas y el fascismo.
Esta hiperbólica denuncia de las derechas no es creíble para la mayoría, pero produce un grave efecto colateral: impide ver otros problemas que sí son reales. Entre ellos, la fractura social que provoca una desigualdad de renta y riqueza cada vez más brutal y el proceso de desvertebración de nuestra sociedad.
No son un fenómeno específico de España. Los impactos de una digitalización que propicia la fragmentación de nuestros trabajos y nuestras vidas y una globalización sin limites ni contrapesos nos ha conducido a sociedades cada vez más desestructuradas. Frente a ello la política y las instituciones se enfrentan a serias dificultades para cumplir su función de integrar intereses y vertebrar identidades.
En el caso de España llueve sobre mojado y el país se inunda por sus flancos más frágiles. Nuestra historia contemporánea es la de una constante búsqueda de una cohesión cívica construida a partir del consentimiento. Hemos pagado la factura de un Estado débil por su incapacidad de generar vínculos emocionales fuertes con la ciudadanía. Las grandes desigualdades sociales y la negación de la pluralidad lingüística y cultural han impedido que grandes sectores de la sociedad española asumieran como algo propio el Estado español.
Han sido muchos y diversos los intentos de hacer converger la España real con sus instituciones. Hasta finales del siglo XX, con más frustraciones y derrotas que éxitos.
Los mejores ensayos siempre llegaron a contrapié. Así lo expresó hace 150 años Pi i Margall, después de su breve presidencia: “La República vino a deshora cuando, fatigada la nación por cinco años de lucha, estaba más sedienta de reposo que de nuevos ensayos”.
La segunda república llegó más a destiempo aun que la primera. Un mundo intentado salir del gran crac financiero del 29, marcado por los conflictos sociales generados por un capitalismo salvaje y Adolf Hitler a un paso de ser elegido canciller en las urnas. No es casual que la guerra civil provocada por el golpe de estado fascista de 1936 fuera la antesala de la Segunda Guerra Mundial.
El período histórico de 1975/1978 no era tampoco el mejor momento para iniciar una triple transición rupturista –económica, social y política–. Cuando en España iniciamos el proceso de reconstrucción, después de cuarenta años de dictadura, lo hacíamos con la mirada puesta en un modelo de Estado social y democrático de derecho que en Europa comenzaba a desdibujarse. De nuevo a contrapié de la historia. España se puso a construir, con cuatro décadas de retraso, su peculiar contrato social, cuando en Europa se iniciaba su desmantelamiento fruto de la tormenta perfecta. Una grave crisis económica, los inicios de la globalización y una ofensiva ideológica reaccionaria (Thatcher 1979; Reagan 1980).
No era el momento más propicio, pero así es nuestra historia y la de la humanidad. Lo describe perfectamente Marx en el ’18 Brumario de Luis Bonaparte’: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.
Las condiciones en las que se produjo la Transición ayudan a entender el inmenso esfuerzo y mérito colectivo que supuso abordar de manera simultánea la reforma política, la reconstrucción cívica, la reconversión económica y la construcción social iniciada en los años 70. También se entiende mejor –sin necesidad de justificarlas– sus limitaciones y frustraciones, que de todo hay, especialmente en aquellas generaciones que no lo vivieron en primera persona.
Hoy, 45 años después, disponemos de distancia temporal y emocional para valorar los grandes cambios conquistados –nada fue regalado– en el terreno de los derechos civiles, en el de la igualdad, en el de las políticas sociales.
Incluso en el de la vertebración territorial con la puesta en marcha del Estado autonómico. Pero lo que en su momento fue un gran éxito, con el paso de los años ha resurgido como un problema de primer orden. Quizás porque todo éxito contiene en su seno la simiente de futuros problemas.
Nuestro Estado autonómico sufre de desgaste de materiales, fruto entre otras cosas de la obsolescencia programada con la que se diseñó. Me explico. Su puesta en marcha y posterior desarrollo ha sido un continuo de movimientos tácticos, de coyuntura.
Nunca, ni en sus inicios ni en su desarrollo, ha habido un proyecto de Estado autonómico compartido por el conjunto de la sociedad ni por las fuerzas políticas y sociales. Incluso cuando la improvisación táctica ha terminado con resultados satisfactorios la manera de llevarlo a cabo ha dejado heridas y herencias indeseables.
En sus inicios, el proyecto de Estado autonómico estuvo motivado por la necesidad de Adolfo Suárez de vencer las poderosas resistencias del búnker franquista al reconocimiento nacional de Catalunya (las nacionalidades del artículo 2 de la CE). Euskadi siempre ha jugado en otra división. A partir de ese momento el guion tacticista marca todos los movimientos políticos de estos 45 años.
La concreción del mapa de CCAA no respondió a ninguna lógica más que a razones electoralistas de UCD, con algunas connivencias. Salieron 17 CCAA como podían haber salido 14 o 19, con unos desequilibrios poblaciones y de masa crítica considerables que, en algunos casos, son hoy un obstáculo objetivo para ejercer en términos reales la autonomía política.
En 1978, la ciudadanía de muchas regiones jamás se había planteado su autonomía. Lo grave es que 45 años después las encuestas del CIS nos dicen que ese sentimiento se mantiene en amplios sectores. El grado de aceptación del Estado autonómico dibuja un panorama de gran diversidad. Aunque la mayoría (40%) prefiere como opción el Estado autonómico en los términos actuales, las diferencias entre CCAA son inmensas. No hace falta fijarse en Euskadi o Catalunya. Según los barómetros del CIS, mientras en Andalucía la opción preferida es la del actual Estado autonómico, en Castilla y León la mayoría (43%) prefiere un estado único sin autonomías y un 15% con menos competencias para las autonomías. Esta diversidad de prioridades políticas no ha encontrado acomodo en el Estado autonómico.
La suma inconexa de tantos movimientos tácticos, sin plano ni hoja de ruta, ha resultado ser un Estado muy descentralizado políticamente –incluso en su financiación– pero sin cultura ni instituciones federales que lo vertebren.
Se dice que el nuestro es un Estado cuasi federal y nada más lejos de la realidad. El federalismo, además de la distribución del poder, requiere de una cultura de cooperación y de estructuras que propicien la lealtad institucional.
Nuestro Estado autonómico está muy marcado por fuerzas centrífugas que son todo lo contrario del federalismo. De un lado, la no asunción de responsabilidades por parte de los dirigentes autonómicos, muy evidente en el ejercicio de sus competencias fiscales. El caso del Madrid de Ayuso es paradigmático, pero no el único. De otro, la cultura del agravio comparativo que, en España como en todo el mundo, se ha convertido en el verdadero motor de la historia.
El importante conflicto vivido en Catalunya con la declaración unilateral de independencia –Euskadi continúa jugando en otra liga– oculta un problema más de fondo, el de la desvertebración territorial. Un síntoma, pero no el único, es el balcanizado mapa de fuerzas políticas. Es un fenómeno global que en España se expresa en términos autonómicos, aunque también provinciales a raíz de los procesos de segregación que provoca la despoblación de amplios territorios.
Nuestro Estado autonómico no da más de sí, si no se aborda un ajuste federal del mismo. La España real es diversa y en esa diversidad se incluye su carácter plurinacional. Gobernar el país requiere reconocer esta realidad y ofrecer un marco de convivencia basado en el consentimiento. Las negociaciones y acuerdos alcanzados para la investidura no rompen España, pero esta decisión no puede ser otro movimiento táctico para ir tirando.
Hacer de la necesidad virtud pasa hoy por aprovechar la oportunidad que ofrece la vuelta a la política del independentismo catalán –con todas sus limitaciones y contradicciones– para dotar de sentido, cultura e instituciones federales a nuestro Estado autonómico.
No es nada fácil. No partimos de cero, un Estado centralista. Partimos de menos cero –un Estado autonómico instalado en la cultura del agravio comparativo–. El federalismo no es el bálsamo de fierabrás, que todo lo cura, pero en un contexto de desvertebración de intereses e identidades, en un mundo con fuertes interdependencias apostar por la cooperación es una manera útil de afrontar retos compartidos.
Hablar de federalismo hoy puede parecer muy voluntarista, hasta ingenuo. El contexto histórico no es el más propicio para abordar cambios que requieren grandes consensos sociales y políticos. También precisa construir valores compartidos. Entre otros, un concepto de libertad que no caiga en la trampa del yo narcisista y autosuficiente y asuma que la verdadera libertad se ejerce en comunidad. Y una igualdad entre personas -a todos los niveles- que no niegue la diversidad.
De nuevo, el reto que debemos afrontar es mayúsculo, pero vale la pena intentarlo. Entre otras cosas porque el margen de los movimientos tácticos parece agotado. Puede servir para ir sobreviviendo o conllevándonos, pero difícilmente puede evitar que la desvertebración de la sociedad avance si no se le dota a nuestro estado autonómico de cultura e instituciones federales.