Elecciones, pandemia y democracia

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He de reconocerles que este artículo es un ser mutante. Lo comencé hace 15 días y cada vez que estaba en su punto justo de cocción, alguna noticia de última hora lo devolvía al congelador. Es la prueba de la incertidumbre a la que nos tiene sometidos la pandemia y de la descomposición de la situación en Catalunya. Fíjense bien que no hablo de la política catalana, la cosa es mucho más grave, estoy hablando de la decadencia como sociedad.

El Auto del TSJC por el que se suspende cautelarmente el Decreto 1/2021 que suspendía (no aplazaba) las elecciones catalanas me parece jurídicamente impecable. La reacción de algunos dirigentes políticos y creadores de opinión frente al auto resulta muy preocupante por lo que supone de analfabetismo de la democracia.  Publicidad

Pero vayamos por partes. La actual legislatura nació herida de muerte, ante la incapacidad del independentismo -y no solo- de hacer una lectura realista de la situación. La negativa a asumir el fracaso de la DUI, camuflado por la aplicación del artículo 155, la reacción emocional de solidaridad con los dirigentes encarcelados y los resultados electorales, bloquearon el paso a una salida política.  

Lo que ha sucedido en estos años es la crónica de un desastre anunciado. La ficción y la astucia procesista mutaron, pero no desaparecieron. El mandato democrático del 1 de octubre, la construcción de la república, el tsunami democrático, el momentum y así hasta una docena de consignas que desaparecían a la misma velocidad que se construían otras nuevas en la burbuja mediática del procesismo. Todo macerado en la pugna insomne entre los post-convergentes y ERC. El resultado ha sido una legislatura sin gobierno o mucho peor, con un gobierno que solo era el terreno de juego de la disputa independentista.

Si esta interpretación les parece propia del «maligno», les recuerdo que hace ya un año, el president Torra declaró agotada la legislatura como consecuencia de las pugnas internas -fueron sus palabras- del gobierno catalán y la falta de lealtad de los socios. Entonces se comprometió a convocar las elecciones una vez aprobados los presupuestos del 2020, promesa que incumplió.

Lo que vino a continuación tiene un potente y contumaz hilo conductor. La mayoría de gobierno ha tomado decisiones en función de sus intereses electorales, no siempre coincidentes, pero siempre muy volátiles. Deteriorando al máximo instituciones y las reglas democráticas. Todo ello, motivado por la batalla por hacerse con la mayoría independentista, pero no para construir la república catalana como habían prometido, sino para gobernar una comunidad autónoma del Reino de España. Sé que puede doler leerlo, pero eso es lo que nos refleja el espejo de la realidad.

La irrupción del coronavirus complicó las cosas, pero no modificó la esencia del conflicto procesista. Las posiciones ante la pandemia -nosotros lo haríamos mejor o España nos mata- y frente a los PGE 2021 han estado marcadas por esta pugna insomne. Incluida la no convocatoria ordinaria y ordenada de las elecciones cuando se podía, a la espera de que Junts per Catalunya estuviera más armada.

Con estos precedentes no debería extrañar a nadie que los argumentos de salud pública esgrimidos por el gobierno catalán y asumidos más o menos acríticamente por otras fuerzas políticas interesadas en el aplazamiento de las elecciones del 14 de febrero hayan estado bajo sospecha. Y no porque no haya razones sanitarias para ello, la realidad es tan compleja que no me atrevo a hacer afirmaciones rotundas. Pero muchas voces han recordado que los datos epidemiológicos no son peores ahora que en el momento de convocarse las elecciones, o que el gobierno catalán ha tenido 10 meses para garantizar la seguridad de las votaciones. Hay razones de salud para el aplazamiento, pero los precedentes de instrumentalización partidaria y los términos del Decreto, suspendiendo, que no aplazando las elecciones, han provocado un nuevo capítulo en el caos en el que está inmersa Catalunya. 

No creo que el problema del gobierno catalán sea de incompetencia. Suspender y no aplazar las elecciones catalanas le permite a la mayoría independentista continuar jugando con el momento de las elecciones, como ha hecho durante el último año.

Si, además, la suspensión se ha acordado por quien no tiene competencia para convocar y tampoco para desconvocar, el caos estaba servido y solo hacía falta que alguien activara el recurso. Me cuesta pensar que esta hipótesis no estuviera contemplada por el gobierno y los partidos que apoyaron la decisión. Al tratarse de una decisión que afecta a los derechos de participación política de la ciudadanía, cualquier persona podía activar el proceso y pedir medidas cautelarísimas. Echar mano ahora de teorías conspiranoicas, acusando al PSC, resulta de lo más trumpista.

De todo lo que está sucediendo hay dos aspectos que me parecen de especial gravedad: el deterioro de la cultura democrática y la degradación económica y social que sufre Catalunya.

La reacción de los dirigentes independentistas frente al auto del TSJC de Catalunya me parece muy preocupante. Oyendo a Marta Vilalta y a Elsa Artadi hablar de la injerencia de los tribunales en la política, me parece escuchar a los gobernantes de Hungría o Polonia y su exigencia de gobernar sin el control de los tribunales. Este argumento no es nuevo, llueve sobre mojado, porque viene utilizándose por el independentismo desde 2015.

Desgraciadamente, este discurso ha calado en sectores de la izquierda y es a mi entender lo que explica las controvertidas declaraciones de Pablo Iglesias en el programa Salvados. Todo el debate y la indignación -en algunos casos impostada- ha girado alrededor de la comparación entre el exilio republicano y el de Puigdemont. No tengo ni idea de las razones de Pablo para hacer estas declaraciones, pero tengo la convicción íntima de que en ningún caso piensa que se trate de nada comparable. El problema de fondo está en la lógica argumental que le llevó a decir lo que dijo. Según el vicepresidente del Gobierno, «Puigdemont está en Bruselas por sus ideas políticas y se ha jodido la vida para siempre por sus ideas políticas». Esta argumentación que Pablo Iglesias sostiene desde el 2017 es la que me parece especialmente preocupante en términos democráticos y expresa una gran subalternidad ideológica respecto al independentismo.

Desde el primer momento me he expresado en contra de las acusaciones de rebelión y las condenas por sedición a los dirigentes independentistas y por eso apoyo un indulto. También he denunciado la misión de «salvar al Estado» que se ha autoimpuesto el Supremo y sobre un concepto de justicia que nos conduce a Summum ius summa iniuria. Pero es absolutamente falso que las acusaciones a Puigdemont sean por sus ideas. De lo que se le acusa es de sus actuaciones al frente del gobierno catalán, que incluyen una llamada a la insumisión –no de la sociedad civil sino de los poderes públicos-, la desobediencia reiterada y desafiante al Tribunal Constitucional, también al Consell de Garanties Estatutàries. Y no se olvide, la vulneración de los derechos de buena parte de la sociedad catalana a la que se quiso imponer unas leyes y un sistema político al margen de las más elementales normas democráticas. Eso no es defender unas ideas, es otra cosa.

Solo desde esta errónea concepción de lo que ha pasado en Catalunya puede entenderse que Pablo Iglesias considere a Puigdemont un perseguido por sus ideas políticas, obligado al exilio. Este es el mismo concepto de democracia que lleva a los dirigentes independentistas a considerar la actuación de los tribunales una injerencia en la política. Desgraciadamente este es un peligro muy extendido en diferentes países, al que Yascha Mounk le ha puesto nombre, «el pueblo contra la democracia».

Llegados a este punto, creo que lo único sensato es esperar a la decisión del viernes del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya y celebrar elecciones en función de lo que diga el tribunal. Esperemos que al gobierno no se le ocurra otra astucia con la que intentar sortear a los tribunales, pero tampoco es descartable. Por delante tenemos dos tareas hercúleas, evitar que Catalunya continúe despeñándose por la pendiente de la decadencia y rearmar nuestra cultura democrática. Son dos retos que van cogidos de la mano. 

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