En su reciente Congreso, el PP nos ha anunciado la intención de conseguir la cuadratura del círculo, dirigirse al centro político mientras mantiene su estrategia de crispación. A la vista del debate parlamentario y la intervención de Feijóo, este enésimo viaje del PP a la centralidad política ha sido de muy corto recorrido y no ha durado ni 72 horas.
Alguien puede pensar que todo es imputable a la torpeza de Feijóo. No estoy en condiciones de negarlo, pero me parece que la cosa es más profunda. Desde sus orígenes, con sus sucesivas refundaciones y reencarnaciones, las derechas españolas nunca han sabido hacer oposición moderada. Cada vez que pretenden alcanzar la Moncloa o se ven desalojados democráticamente del gobierno, ponen en marcha, con la colaboración de su división mediática Brunete y de los importantes resortes que tienen en los aparatos del Estado, una estrategia de crispación, de acoso y derribo. Hacen que el país sea irrespirable.
Esta oposición destructora y democráticamente corrosiva se la hicieron a Felipe González –aunque parece que el expresidente ya no lo recuerda–, luego en 2004 a Zapatero y ahora con más dureza si cabe a Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición. El crispanómetro hace tiempo que saltó por los aires.
Además de esta genética autoritaria y escasamente democrática de las derechas españolas, hay otro factor que no le permite a Feijóo aunar centrismo y crispación. Vox lleva tiempo marcándole el terreno de juego y cada vez le tiene más comida la moral, con la inestimable ayuda de Aznar y Ayuso, que lo tienen en libertad vigilada.
Baste ver la confusión en que se ha instalado el PP con relación a la participación o no de Vox en un futuro gobierno. Y la acomplejada reacción que han tenido los populares ante el anuncio xenófobo de Abascal amenazando con la expulsión masiva de inmigrantes. La internacional trumpista y el clima reaccionario que está generandoen todo el mundo tampoco le ponen fácil a Feijóo dirigirse hacia el centro, en el improbable supuesto de que esta sea su verdadera intención.
En ese intento de cuadrar el círculo, el PP ha aprobado en su Congreso unas propuestas que, con su interesada indefinición, pretenden no disgustar a nadie y practicar la pesca de arrastre, a ver qué pillan. Con esa vacuidad ideológica dicen dirigirse al centro político, aunque sus propuestas también les sirven para no moverse de la derecha extrema que hoy ocupan o meterse de lleno, si los resultados lo exigen, en el terreno de la extrema derecha.
El papel lo aguanta todo, sobre todo si son ponencias congresuales, pero la realidad es que hoy ya existen en España decenas de acuerdos con Vox, que participa o sostiene gobiernos locales y autonómicos con políticas claramente de extrema derecha.
Otro dato que permite afirmar que el viaje al centro del PP no es más que marketing son los cambios en el Comité Ejecutivo del PP, que no apuntan precisamente a la moderación. Algunas lecturas complacientes con los populares han apuntado a un reparto táctico de papeles. La crispación quedaría a cargo de Tellado y Muñoz, mientras Feijóo se reservaría la moderación. Pero esa bondadosa interpretación no ha aguantado ni tres días.
Después del debate de este miércoles en el Congreso, parece claro que no hay estrategia de polis malos y poli bueno: Feijóo ha decidido protagonizar en primera persona el ataque, con navajeo incluido, a la yugular del presidente del Gobierno, traspasando todos los límites de la crítica legítima. Eso no suele hacerlo alguien que se siente seguro y ganador.
En estos momentos el PP no tiene incentivos para la moderación, está encantado con su estrategia de crispación constante, en todo momento y en cualquier tema. De momento le ha servido para crear un clima irrespirable. Ya se ven vencedores en unas próximas elecciones, hasta el punto de que están comenzando a vender la piel del oso antes de cazarlo. Son muchos los analistas que opinan que esa estrategia de crispación tiene un doble objetivo: cohesionar a los propios, a los del “quien pueda hacer que haga”, al tiempo que desmotivar a las fuerzas progresistas.
El primer objetivo, cohesionar a los propios, parece que lo está consiguiendo. Aunque también tiene efectos colaterales no deseados, de momento la crispación le sienta mejor a Vox que al PP. Además, me parece percibir que incentiva reacciones de autodefensa en el resto de las fuerzas políticas y votantes.
La desmotivación de los votantes progresistas no viene tanto por los méritos del PP como por los deméritos ajenos. Está haciendo más por el fin de ciclo político la corrupción en el PSOE y la insomne batalla cainita entre las izquierdas que la estrategia de acoso y derribo de las derechas.
La crispación quedaría a cargo de Tellado y Muñoz, mientras Feijóo se reservaría la moderación. Pero esa bondadosa interpretación no ha aguantado ni tres días
En el entorno del PSOE algunos ya dan por amortizado al gobierno de coalición y se han puesto a trabajar –llevan años en ello– para resituar a los socialistas en una gran coalición que recupere la indistinción política de los gobiernos de Felipe González. Aunque ahora sería simplemente como muleta.
En el territorio de la izquierda autoproclamada transformadora, algunos partidos también se han situado en la línea de salida de un nuevo ciclo. A ello contribuye el fracaso de unas formas confederales de relación –las únicas posibles– y la cultura localista y tribal propiciada por el fracaso histórico de una izquierda federal.
Esto es lo que sucede en la superficie de la política, pero por debajo de estas aguas me parece detectar otros movimientos de fondo, que este miércoles han emergido con claridad en la sesión parlamentaria. Nadie en la mayoría de investidura tiene, de momento, la intención de contribuir a la caída del Gobierno. Todos los muchos escarceos subidos de tono que hemos visto estos dos años en los debates parlamentarios o mediáticos, protagonizados por algunos de los socios de investidura, han dejado paso a la responsabilidad, con diferentes dosis, claro, pero responsabilidad al fin.
El miedo, literalmente pánico, que generan el PP y Feijóo, con Vox o solos, se ha convertido en un incentivo a la continuidad de la legislatura, siempre a beneficio de inventario de lo que pueda suceder en las próximas semanas.
Ese temor de las fuerzas políticas de la investidura es el que también se detecta en amplios sectores sociales, que temen por sus derechos sociales o cívicos. No es que sean insensibles a la corrupción o conniventes con ella. Es que en la balanza colocan otros factores y son muy conscientes de lo que se juegan en el terreno de los derechos laborales, sociales o cívicos. Algo que no siempre saben apreciar quienes, no percibiendo riesgos para sus derechos ni para su estatus social, hacen análisis de una intachable ortodoxia democrática en el vacío científico del laboratorio de la opinión publicada.
En este escenario, en el que todo puede cambiar incluso antes de que este artículo vea la luz, tengo la impresión de que el PP y Feijóo no pueden ganar y en cambio las fuerzas progresistas sí pueden perder.
Se ha dicho hasta la saciedad que no basta con resistir. Es cierto, resistir es necesario, pero no suficiente para mantener una mayoría progresista. Además de resistir y no dar la batalla por perdida, hace falta no cometer muchos errores, cosa obvia. Y algo más, hay que intentar que la agenda política gire no sobre los problemas que genera la política, sino sobre las necesidades y preocupaciones de la ciudadanía: vivienda, salarios, reducción de la jornada, mejora de la dependencia y en general los cuidados.
Soy consciente de la complejidad de la mayoría de investidura y de sus contradicciones en materias socioeconómicas. Pero hay que intentarlo, no se puede tirar la toalla, las personas que necesitan políticas de progreso que mejoren sus condiciones de vida precisan –para resistir los embates de las derechas– mantener la ilusión y la esperanza.