Una de las consecuencias más negativas del neoliberalismo, en realidad ultra intervencionismo de clase, ha sido el brutal aumento de las desigualdades. De renta y de riqueza. En todos los países, incluso en aquellos que han conseguido reducir sus niveles de pobreza.
En las últimas décadas, el desequilibrio de poder entre unos capitales globales y unas sociedades y unas instituciones locales ha generado un aumento de la desigualdad en la distribución primaria de la renta, con una significativa reducción del peso de los salarios en beneficio del capital.
En este contexto, el capitalismo financiarizado ha alcanzado su sueño húmedo, trabajadores empobrecidos que son a la vez consumidores activos. La clave de esta alquimia ya la conocemos, porque la sufrimos. El endeudamiento de las familias para poder acceder a bienes básicos como la vivienda. Y el endeudamiento de los estados, esquilmados por los procesos de privatización y desfiscalización, lo que merma su poder político en beneficio de los mercados de capitales.
Ese es el modelo que saltó por los aires con la gran recesión del 2008, sin que hasta este momento aparezca en el horizonte una alternativa. Al contrario, nos ha dejado graves efectos colaterales en forma de mayor desigualdad. Especialmente en España, el país de la UE en el que más ha crecido, entre otras cosas por la devaluación salarial y reducción de prestaciones impuesta por el gobierno Rajoy. A pesar de que las políticas del gobierno de coalición -subida del salario mínimo y reforma laboral, entre otras- han conseguido revertir la tendencia, el mar de fondo de la desigualdad continúa muy bravo.
En su trabajo de investigación, “Radiografía de medio siglo de desigualdad en España”, Luis Ayala y Olga Cantó analizan las causas e identifican sus consecuencias. Un menor crecimiento económico, impactos regresivos en el acceso a la salud, educación y vivienda. También democráticos en forma de desigualdad política y desafección. Constatan, además, que la cronificación de la desigualdad conlleva la transmisión intergeneracional de la pobreza.
A pesar de sus graves consecuencias, la desigualdad ha estado ausente hasta hace poco de la agenda política. Una prueba más de la hegemonía ideológica del neoliberalismo que justifica la desigualdad como necesaria para el crecimiento económico, al tiempo que defiende a ultranza la propiedad como un derecho absoluto, sin límites ni función social. Todo, dulcificado por el placebo de la meritocracia que se ha convertido en el principal legitimador ideológico de la desigualdad.
Algo parece estar cambiando, pero solo en apariencia. De la desigualdad se habla mucho, pero se conoce poco y se combate menos. Nos hemos instalado en un fariseísmo insufrible. Sepultados en noticias, nos lamentamos de los niveles de desigualdad social, también de la pobreza extrema, pero los quejidos no se convierten en acción política.
La creciente desigualdad no es solo de rentas. Es, en mayor grado, una desigualdad de riqueza. Los trabajos del “World Inequitaly Lab” -que he conocido gracias a Clara Martínez Toledano y Miguel Artola- muestran, con datos del 2021 y a nivel mundial, que el 10% más rico acumula el 52% de la renta y concentra el 76% de la riqueza. Mientras, el 50% de la población más pobre dispone únicamente del 8,5% de la renta y solo el 2% de la riqueza.
Lo peor es que la cosa va in crescendo. Desde el año 1980, el 1% más rico ha capturado el 50% del crecimiento de la renta global del mundo. Además, las proyecciones hasta el 2050 apuntan a que, si no se adoptan reformas drásticas, las clases medias continuarán perdiendo participación en la riqueza.
España no es una excepción, desde el 2008 no ha hecho más que crecer la concentración de la riqueza en el 10% de los más ricos.
Las consecuencias de este aumento de la desigualdad de renta y riqueza no son solo económicas, un menor crecimiento. Tiene también un fuerte impacto social y democrático.
En términos de salud, la desigualdad genera una brecha en esperanza y calidad de vida, incluso en hábitats de mucha proximidad territorial como el de las ciudades. En Barcelona la diferencia en esperanza de vida entre los barrios más ricos y los más pobres supera los 7 años. Desigualdad que se agrava si medimos la calidad de vida en los últimos años, como recogen los datos de la Agencia de Salud Pública de Barcelona.
La desigualdad en el derecho a la educación, relacionada con el nivel de renta y riqueza, se produce a todos los niveles. En sus inicios, en la etapa 0/3 años, a la que accede solo el 26,3% de los niños de familias del quintil más pobre frente a 62,5% del quintil más rico (informe de 2019 de “Save the Children”). También en el trayecto educativo, con tasas muy dispares de abandono escolar prematuro o en la probabilidad de acceder a la universidad. Por supuesto, en los resultados educativos. La triple red, pública, concertada y privada actúa como factor de segregación, en el que la renta y la riqueza de las familias son determinantes. Alerta, porque esa segregación se comienza a dar también entre centros públicos, como han documentado los trabajos de Xavier Bonal y Sheila González.
Por último, la desigualdad económica es una fabrica de desigualdad política. A menor renta y riqueza, menor participación en los procesos electorales. Y también mayor nivel de desafección en relación con la democracia.
Hoy, constatamos que las instituciones puestas en marcha en el marco del contrato social de la segunda mitad del siglo XX han perdido buena parte de su capacidad de redistribuir renta y riqueza y de reducción de las desigualdades. Lo que llamamos ascensor social ha dejado de funcionar. Nuestra sociedad está cada vez más estratificada, con trazos propios de la división social en castas y con muchas dificultades para la movilidad intergeneracional. Solo el 12% de las personas que nacen en familias del quintil más pobre de la población consiguen a lo largo de su vida acceder al quintil de mayor renta. Y, por el contrario, el 33% del quintil más rico tienen garantizado continuar en él durante toda su vida.
Esta cruda realidad nos obliga a abandonar la rutina intelectual y política, si de verdad queremos detener esta gangrena social. Urge reflexionar e imaginar políticas e instituciones distintas para una sociedad que ya no es la del siglo XX.
Nuestro gran reto es detener la acumulación de riqueza, concentrada cada vez en menos manos, revirtiendo este proceso y sus consecuencias. La riqueza y la pobreza se heredan, se transmiten, reproducen y multiplican en el tránsito entre generaciones. Para intentarlo deberemos adentrarnos en un verdadero triángulo de las Bermudas social, el que configuran la concentración de la riqueza, la herencia y la fiscalidad progresiva.
Especialmente en España, donde un 53,8% de los multimillonarios acceden a su estatus social a través de la herencia. Un dato que nos diferencia de otros países de nuestro entorno, en el que juegan un mayor papel otros factores, como la iniciativa empresarial.
La propuesta de herencia universal presentada por Sumar ha causado revuelo. Bienvenido sea el debate, si remueve las plácidas aguas de la ortodoxia, aunque me temo que el período electoral no es propicio para una conversación pública serena.
Algo parecido le sucedió a Piketty, cuando en el libro “Capital e ideología” se atrevió a formular sus propuestas, entre ellas la de “una dotación de capital universal”. Algunas voces se fijaron en los detalles, incluso en las anécdotas, para descalificar la propuesta, obviando lo fundamental.
En mi opinión, el debate y las propuestas no deben ir encaminadas únicamente al objetivo de la igualdad de oportunidades y la emancipación de los jóvenes. Ni presentarse, como hacen algunos de sus críticos, como alternativas a otras políticas públicas, sean prestaciones universales o transferencias económicas. Aunque es cierto que una obligación de la política es fijar prioridades.
Entre las objeciones planteadas a la propuesta, las hay que impugnan el acceso universal a esta política por su supuesto impacto regresivo. Eso sería así si se ignora que la fuente de financiación debe ser una imposición progresiva sobre grandes patrimonios y herencias.
Algunas voces, después de tachar la propuesta de liberal, plantean como alternativa la concesión de créditos a los jóvenes. Reincidir en la formula del endeudamiento para acceder a derechos es lo que me parece más neoliberal de todo. Además, recientes experiencias como la de los créditos universitarios en EUA, que hoy constituyen la segunda causa de morosidad después de las hipotecas, permiten dudar de su utilidad.
Hay objeciones a la propuesta que carecen de auctoritas moral. La critican por desincentivar la cultura del esfuerzo, algunos que, al mismo tiempo, plantean la desaparición del impuesto de sucesiones, al que califican de impuesto de la muerte. Queda claro que eso de la meritocracia y la cultura del esfuerzo es solo para los pobres, los ricos tienen reconocido el acceso a la riqueza por derecho natural y a la herencia por prescripción divina.
Quizás ayudaría a explicar y legitimar la propuesta si no se presenta solo vinculada a la emancipación de los jóvenes y se insiste también en su objetivo disruptivo con relación a la brutal concentración de la riqueza. Se trata de socializar una parte de las herencias de grandes patrimonios, que ahora se quedan en el ámbito intrafamiliar, para dedicarlo a distribuir la riqueza entre los jóvenes, a una edad en la que se pueda usar como factor de emancipación. Vaya, como hacen algunos “altruistas” donantes con sus fundaciones privadas, pero en este caso bajo la responsabilidad de la sociedad, a través del estado.
La sociedad no debería, una vez pasadas las elecciones, abandonar esta reflexión. Es tan compleja de articular, técnica y políticamente, como necesaria socialmente. La reducción de las grandes desigualdades de renta y riqueza, al tiempo que se facilita la emancipación de los jóvenes, son objetivos que merecen abrirse paso.
https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/riqueza-pobreza-heredan_129_10357427.html