La desinformación es tan antigua como la información. La utilizó César Augusto como arma política en la antigua Roma. Se usó en la persecución de judíos con los libelos de sangre. Las innovaciones tecnológicas siempre han propiciado su expansión. Sucedió con el uso de la radio por el nazismo. Ahora se repite con la digitalización.
Se trata de un fenómeno complejo, en mutación constante, que nos cuesta caracterizar. Solemos destacar sus efectos domésticos a pesar de ser un fenómeno global. Su impacto en la política monopoliza el debate, aunque contamina todos los ámbitos de la sociedad. Las diferentes formas de negacionismo y el populismo punitivo son dos ejemplos.
En los diagnósticos abusamos de los análisis moralistas e ignoramos los factores materiales. Entre ellos los impactos que la digitalización está produciendo en la doble crisis, de función social y económica, de los medios de comunicación.
En su caracterización obviamos el carácter de negocio que tiene la desinformación, pese a que se ha convertido en un mercado muy goloso. Para los ofertantes, también para los que la consumen con fines políticos o para afianzar sus certezas en tiempos de desconciertos e inseguridades.
En la identificación de responsabilidades cargamos las tintas en las redes sociales. Es cierto que contribuyen a la desinformación y agravan su impacto, por su capacidad de expansión y la falta de control social, pero no son la única causa.
Tampoco es un problema exclusivo de los llamados pseudomedios. Conviene recordar que en la desinformación participan activamente medios solventes, que han sido protagonistas en la creación y difusión de grandes bulos.
Además, se hace difícil establecer la frontera entre medios y pseudomedios. Una distinción que más bien obedece a la legítima necesidad de la profesión periodística de desmarcarse del lodazal, para protegerse y reivindicarse
La desinformación actúa como tormenta perfecta cuando se traba una joint-venture entre redes sociales, tabloides digitales y medios solventes. Sin obviar el negocio de algunos youtubers einfluencers.
Si de verdad queremos combatirla deberemos interferir en el negocio que hay detrás de esta patología social. Comenzando por las plataformas digitales que han hecho de la desinformación una inmensa fuente de negocio. Sus ingresos publicitarios dependen del trafico que generan y hace tiempo que sabemos que los bulos y la pocilga tienen mucho atractivo.
Es también un negocio para algunos —demasiados— medios de comunicación en su lucha por la supervivencia. A ello ha contribuido la reconversión empresarial del sector y el aumento de la precariedad de los profesionales.
La manera de medir la audiencia de los medios incentiva la desinformación. El buen periodismo requiere de mucho trabajo y es caro. La desinformación es fácil y barata, sobre todo cuando se disfraza de entretenimiento.
Incluso la lucha contra la desinformación se ha convertido en un negocio. Existen grupos empresariales en el que conviven de manera desacomplejada potentes emisores de bulos o desinformación con verificadores que se dedican a desenmascarar las fake news. No me digan que no es el negocio perfecto.
¿Qué papel jugamos los ciudadanos? Me temo que la de consumidores activos que actuamos como cooperadores necesarios. Para que el mercado de la desinformación sea rentable la oferta debe encontrar demandantes. Hoy existe una clara demanda de desinformación por parte de la política, pero también de una parte de la ciudadanía. El fenómeno ultra de Alvise Pérez lo ha confirmado.
La digitalización ha generado el espejismo de información de calidad y gratis. Además, la ciudadanía sufrimos una atracción fatal por los escándalos y el morbo por las miserias humanas. Desde siempre. Steven Johnson en Un Pirata contra el Capitaldescribe como los crímenes más horrendos, los juicios y ejecuciones posteriores eran un gran negocio para la prensa del momento (siglo XVII).
Veremos en que se concreta el plan de acción democrática y las leyes anunciadas por Pedro Sánchez. Combatir la desinformación sin afectar a la libertad de comunicación y de recibir información no es fácil, pero existe un abanico de medidas aprobadas por la Unión Europea que se podían trasladar a la legislación española. También hay margen para la actuación deontológica, sin caer en el placebo de la colegiación obligatoria.
Debemos avanzar en estas direcciones, pero si queremos segarle la hierba bajo sus pies a la desinformación lo trascendente es interferir en su condición de negocio. Hay actuaciones modestas, como apoyar desde la ciudadanía la independencia económica de los medios de comunicación. Otras, como mejorar las condiciones laborales de sus profesionales y regular la transparencia de la propiedad y los ingresos de los medios. Exigiendo legalmente criterios objetivos de distribución de recursos por parte de las Asociaciones Profesionales.
Intuyo que la batalla definitiva nos la jugamos en el control de los datos y el uso que se está haciendo de la IA para difundir, viralizar y perfilar selectivamente a los usuarios. Urge regular la naturaleza de bien común y no privativo de los datos. Es una batalla compleja, técnica y políticamente, pero hay que darla. Está en juego el futuro de la democracia.